Balance

Estiras tus fibras, tus músculos se tensan. Sabes que sobreviene el dolor: no es un fantasma, es una certeza. Cruzar tu propio umbral no te asusta, la voluntad te acompaña, la intención de superarte a tí misma te guía. La intención va seguida del desapego, del abandono de tus formas laxas y difusas para llegar a tu verdadera figura. La que está en tu mente.

Empiezas a crecerte.

Respiras y sientes tu cuerpo minuciosamente, desde las terminales sensoriales que envuelven tu piel hasta el líquido de tus articulaciones, tan cerca tus huesos. El dolor desaparece por completo. En cada gota de sudor que derramas se libera la tensión con la que iniciaste a estirarte, y ahora tu posición es la más natural que hayas sentido jamás. Ya tienes la sensación del movimiento, no te estás esforzando, estás fluyendo. La música no está afuera, es parte de tí, viene de adentro. Te lleva y tú no haces más que seguirla. Tú eres la música. Tú eres el movimiento. Eres el alcance de tu cuerpo, conectado intensamente con tu alma, palpitando en su máxima expresión.

Ya no piensas con tu lógica cotidiana, rutinaria: ahora razonas de otro modo, usas tu pensamiento lateral, tu lado intuitivo, animal. Confías en que no caerás, no existen las dudas ni cuestionas ninguna de tus acciones. Tu cuerpo sabe lo que hace, lo que hace es bello, y tú lo gozas inmensamente por el simple hecho de poder hacerlo.

Eres uno con tus demás compañeros: ya no hay distinción de individuos, el cuerpo es de todos, y todos son un mismo cuerpo, furioso, meláncolico, enamorado, vibrante. La armonía se expresa en la perfección de un instante, eterno y flameante como una chispa. Ése es el equilibrio, el balance que nace en la voluntad conjunta: empieza con una idea, con una sensación.

Todo esto y más es lo que siento cuando bailo.